Dos sentencias para la conformación
de una filosofía natural

Gastón E. Giribet
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
y Universidad de Buenos Aires


 

   
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Preliminares

Desde el comienzo, desde aquel primer hombre, se encuentra en nosotros la necesidad de inserción en el entorno, y como su pródiga representación, la búsqueda del sentido de nuestra existencia. Es esta necesidad la razón de ser de esa angustia que, como bien dice Monod, es la creadora de todos los mitos, de todas las religiones, de todas las filosofías y de la ciencia misma.

El Hombre busca pertenecer a su entorno, obtener un papel protagónico en la comedia que se monta a su alrededor. Es en este sentido en el que debe interpretarse lo dicho cuando se habla de una humanización de la naturaleza, como cuando Nietzsche nos dice que como una humanización de las cosas todo lo fiel posible es como debe considerarse a la ciencia. No lo entendamos, pues, como una captura del entorno; esta humanización es llevada a cabo con el fin de reconocer rasgos humanos, propios en el mundo y buscar así la aceptación de nuestra imagen en él. Es de esta forma como no buscamos la aprehensión con otro fin que el de capturar la esencia de los hechos para reconocernos en ella. He ahí la conquista; la interpretación, nuestra búsqueda, la ciencia toda, no son más que un intento por conciliar caracteres representativos de nuestra naturaleza con las formas del mundo.

Max Planck dijo que la ciencia es la progresiva aproximación del hombre al mundo real. Concebimos a nuestra ciencia como aquella metáfora que nos permite un acercamiento a la esencia del mundo; y reconocemos a nuestro conocimiento científico como la imagen que se obtiene de calcar con nuestro lápiz los rasgos de la moneda que está detrás del papel, y a la cuál no podemos tocar.

Pero este hecho en sí no es, si se lo considera aisladamente, capaz de explicar nada. Por esto, es necesario reconocer el acto de fe que está implícito en suponer la existencia de la forma en el universo también como rasgo humano; Albert Einstein reconocía que en esta creencia se arraigaba su concepción de Dios1, y aceptó que detrás de todo trabajo científico de elevado nivel, subyace una convicción -cercana al sentimiento religioso- de la racionalidad o inteligibilidad del mundo.

Estériles sois: Por eso os falta a vosotros la fe. Pero el que tuvo que crear, ése tuvo siempre también sus sueños proféticos y sus signos estelares - ¡y creía en la fe! -

F. Nietzsche.

No soñamos con traer la naturaleza hacia nosotros más que por la necesidad de aprehenderla para que ésta nos acepte en el cuadro. Cuánto de esto en el Dios de Leibniz.

Como una mostración de la validez de este punto de vista basta contemplar la visión que los grandes pensadores tuvieron acerca del conocimiento científico. En el prefacio de The evolution of physics 2 puede leerse la intensión por describir a grandes rasgos las tentativas de la mente humana para encontrar una conexión entre el mundo de las ideas y el mundo de los fenómenos; y Jacques Monod3 aborda su Le hasard et la nécessité con la creencia de que la ambición última de la ciencia es fundamentalmente dilucidar la relación del hombre con el universo.

Y en el mundo natural encontramos a la forma...
Y cuando tomamos conciencia de que es forma nos convertimos realmente en Dios. En la creación, nuestra imagen y semejanza.

G. Erhabenheit.

Hay quien pudiere argüir que esta concepción de los hechos no contempla la enorme gama de ejemplos que demuestran una tendencia del Hombre a ir contra el papel natural, pronunciando así el distanciamiento de roles. Permítaseme mencionar que no existe un solo ejemplo de aquellos intentos por alejarnos de nuestro papel de hombre-natural que no se lleve a cabo mediante la propia manipulación de la naturaleza. Por ende no es menos lícito interpretar estos hechos como un abstruso mecanismo de acercamiento a la realidad natural, que como un burdo intento por alejarse de ella.

Pero no hay que confundirse, estos distanciamientos no sólo existen, sino que llevan en germen la crisis científica. Por otro lado, la existencia de estas crisis como tales, confirma esta última interpretación.

 

Una verdadera filosofía natural

“Cuanto más claramente dominamos el análisis intelectual de un modo de regular procedimientos en favor de nuestros intereses, tanto más decididamente rechazamos la inclusión de una evidencia que se niegue a armonizarse inmediatamente con el método ante nosotros. Algunos de los mayores desastres de la humanidad han sido producidos por la estrechez de miras de hombres poseedores de una buena metodología.” Así nos habla A. N. Whitehead4 en The Function of Reason.

No a pesar de lo estrictamente selectiva que resulta la ciencia en la elección de los temas que ésta trata, sino justamente por esta rigurosa discriminación, cobra particular importancia el hecho de que, hoy, la ciencia se plantee temas tales como la cuestión “de si es estrictamente necesaria nuestra existencia”.

Es cierto que, como se mencionó ya, la física moderna no encuentra aun un marco teórico en el cual quepa cómodamente la tendencia ascendente de la evolución hacia la complejidad propia del mundo biológico, pero que la Física Estadística enfoque sus macroscopios hacia este problema es un argumento fortísimo en favor de aquellos que preconizan la fe en la nueva filosofía natural. No es sino primordial para el nacimiento de una verdadera filosofía natural, la inclusión del problema del Hombre en el itinerario; pero no del hombre, sino del Hombre. Frecuentemente se echa una mirada de soslayo sobre un punto que, a mi parecer, merece profunda atención; no hubo en la entera historia de la epistemología un momento de comunión tal como aquél en el cual la física pasó a hacerse cargo tanto de la existencia del hombre en un sentido positivo, cuanto de lo que hasta ese mismo momento conformaba el sentido metafísico del problema de la existencia del Hombre.

¿Es estrictamente necesaria nuestra existencia? ¿Cuál si no esta pregunta, representa en la forma más concisa la cuestión de nuestro desarraigo?

Será entonces cuando reconozcamos una verdadera filosofía natural, cuando ésta se ocupe del Hombre, cuando se encargue también de la naturaleza como entorno. Es por todo esto que me resulta difícil enmascarar mi entusiasmo si una y otra vez descubro una ciencia que se pregunta: ¿es estrictamente necesaria nuestra existencia?, cuestión tan propia del Hombre. Es la misma ciencia que nos habla de lo ilusorio y lo substancial del tiempo, la que nos permite repensar el eterno retorno, la que constantemente nos habla de la existencia e inexistencia de Dios.

 

Detrás de aquella búsqueda

Realmente Dios está allí, hay forma en lo que vemos, hay armonía en todo lo que vemos. ...Independientemente del romanticismo místico de Arthur Eddington, de la poética visión de María Mitchell, del sentimiento religioso de Albert Einstein, hay forma en lo que vemos.

Tras la búsqueda del saber, la más profunda esperanza de poder sentirse parte. Ángel Goñi dijo: “El científico trata de satisfacer sus propias ansiedades humanas”; ¿cómo no aceptar esto?, la búsqueda del conocimiento es una de nuestras acciones, no menos que cualquier otra. Esa necesidad de pertenecer es lo que mantiene vivo a nuestro espíritu científico; después de todo el hombre no es científico cuando encuentra por la ciencia, sino cuando busca con ella.

 

Así, un nuevo optimismo se yergue

Es sensato apelar al ejemplo de la existencia de la forma y sentir que, en parte, la realidad del entorno nos acoge. Pero como es fácil advertir, no podemos decir más que esto sobre el asunto. Encontrar forma es la evidencia del reconocimiento del mundo físico hacia una parte fundamental de nuestra naturaleza humana, pero no es en absoluto una muestra de compatibilidad de esencias. Detrás de este embrollo de palabras se encuentra la más palpable y angustiosa de las verdades.

Allí donde los espacios y operadores viven y sienten, donde no se viven ni se sienten las cosas que ellos significan, donde el color puede ya no verse y seguir siendo color, allí, el hombre encontró forma. Cada interpretación del mundo, cada imagen que nos formamos de él, está formada por nosotros. Pero es para advertir que no vale lo recíproco. Esto es, no cabe apresurarse a interpretar estas creaciones como lo que conforma o define a nuestra esencia.

La angustiosa soledad que sintió el hombre moderno frente a la fría concepción del mundo, cuando lo humano no apareció más que como un adjetivo de clasificación permitiendo su exclusión, ha sido manifestada por grandes pensadores contemporáneos y algunos otros hombres de sorprendente poder de predicción. Se manifestó en la angustia de los que, como Lenoble, reconocieron la carencia del espíritu moderno. Nietzsche5 no habló de razones sino de errores, y encontró tres.

Se pretendía un lugar en el entorno, y todo concluyó con el más cruel e irónico de los divorcios. Lenoble, Husserl, Jaspers, Heidegger, Schrödinger, cada uno a su manera, sintieron la soledad que la visión mecanicista del mundo propone, y la interpretaron como una ruptura entre el hombre y la naturaleza. André Compte Sponville advirtió “que las ciencias humanas son incapaces de responder a las cuestiones relativas al sentido de la existencia, a los valores y al arte de vivir”. Jacques Monod nos dice6 del hombre: “Él sabe ahora que, como un zíngaro, está al margen del universo donde debe vivir. Universo sordo a su música, indiferente a sus esperanzas, a sus sufrimientos y a sus crímenes.”

Mucho se ha dicho acerca de este asunto, desde Pascal hasta los tiempos del XX. Hubo quien se sintió desesperanzado por el oscuro horizonte promovido por “la ciencia positivista y su filosofía tecnocrática”. En la historia de este siglo, existen decenas de ejemplos de reacciones sociales engendradas por la amenaza a los valores verdaderamente humanos que dicha filosofía representaba. Basta para ilustrar esto la descripción que Edmund Husserl7 hizo de la postura de las jóvenes generaciones de la posguerra: “esta ciencia nada tiene que decirnos. Justamente las cuestiones que excluye por principio son los problemas candentes para los hombres entregados a conmociones que ponen en juego su destino en nuestros tiempos infortunados: las cuestiones acerca del sentido o del sinsentido de toda la existencia humana”.

La sensación de foraneidad, manifiesta de hecho en la obra filosófica contemporánea, llevó al hombre de ciencia al estado de desesperanza; la conclusión era el destierro de nuestra imagen. Schrödinger propone8 que “el mundo material se ha construido sólo a costa de extraer de él el yo”, y reconoce esto como el “alto precio que se debió pagar para obtener una imagen moderadamente satisfactoria del mundo”.

En vez de esa viva Naturaleza que Dios creó ahí para los hombres, sólo te rodean a ti por todas partes humo y polilla y costillas de animales y fémures de muertos... ¡Huye! ¡Arriba! ¡Allá a ese ancho mundo!

J. W. Von Goethe.

Personalmente, concibo a “la búsqueda del reconocimiento de nuestro papel en el entorno” como único motor de la búsqueda del saber. La búsqueda de nuestro lugar es primordial, los alejamientos con el mundo, delatan incompletitud, sugieren incompatibilidad. Luego, la ciencia no debería ser condenada por su amoralidad ni la belleza por resistirse a ser cuantificada. No es digno de nuestra empresa científica someter a nuestra naturaleza, ni lo es el pretenderlo.

Irónico resulta el hecho de que la existencia de la forma lleve al alejamiento del mundo. Aquella forma que representaría la unión de esencias se habría convertido en el augurio de una nueva soledad.

Se abrieron paso en el enturbio quienes, a pesar de reconocer la crisis que la concepción fría del mundo determinó, concibieron el fin de aquellos tiempos oscuros cuando el advenimiento de la nueva filosofía natural. Para ellos, la física clásica9 “inició un fructífero dialogo con la naturaleza, pero éste reveló al hombre una naturaleza muerta y pasiva, [...] En este sentido el diálogo con la naturaleza aisló al hombre de ésta en lugar de acercarlo más a ella”. No obstante, reconocieron en la Nueva Física su nexo con la realidad, una suerte de reencuentro feliz y glorioso.

Tal vez lo que se conoce ahora mejor de la ciencia es su facultad de privar a los hombres del placer y de tornarlos más fríos, más insensibles, más estoicos. Pero también podrían descubrirse en ella facultades de gran dispensadora de dolores. Y entonces se descubriría a la vez su fuerza contraria, su facultad inmensa de ofrecer al placer un nuevo cielo estrellado.

F. Nietzsche.

La opinión, en extremo optimista, acerca de la visión actual del mundo físico, apoya en el hecho de que dicha visión comprende elementos reconocibles, propios, humanos, vivos, no más aquella gris imagen. Esto queda claro en otro párrafo del texto citado recién: “La ciencia iba a ser mirada como algo que desencanta todo lo que toca. Pero la ciencia de hoy en día ya no es esta ciencia clásica. La esperanza de recoger todos los procesos naturales en el marco de un pequeño número de leyes eternas ha sido totalmente abandonada: Las ciencias de la naturaleza describen ahora un universo fragmentado rico en diferencias cualitativas y sorpresas potenciales”.

La idea de un nuevo acercamiento a nuestro entorno natural nos tienta. La concepción moderna del mundo físico, con su complejidad y esa aparente completitud -completitud de intención, tal vez-, está tupida en atributos mucho más ricos que aquella despreciable frialdad clásica.

Es verdad que pueden reconocerse en la nueva filosofía natural caracteres mucho más seductores, cuanto más humanos. Sin embargo, no es posible concluir que esta vez, y por fin, nos encontramos entrañablemente conciliados con la realidad física. El solo hecho de sugerirlo ya es ridículo. No obstante, es cierto que reconocemos hoy en la física nuestra imagen reflejada más que ayer, se percibe familiaridad en lo vivo de la nueva imagen de la naturaleza. Nada puede hablar más claramente de este hecho que este párrafo extraído de un texto de Ilya Prigogine10: “En un universo en el que el mañana no está contenido en el hoy, el tiempo tiene que construirse. La frase de Valéry11 expresa nuestra responsabilidad en esta construcción del futuro de la humanidad. Con esta conclusión, el problema de los valores humanos, de la ética, del arte incluso, cobra nueva dimensión. Podemos considerar la música, con sus elementos de expectación, de improvisación, con su flecha temporal, como una alegoría del devenir, de la física en su significado etimológico griego.”

Este punto de vista es interesante, Prigogine advierte que el hombre encuentra un lugar en su entorno. Sería éste el más grande logro del hombre sobre su foraneidad, encontrar un rol en la escena; y con él, la responsabilidad y la viva incertidumbre.

Y nuevamente alguien12 nos dice: “Son las imposibilidades inherentes a la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica las que las señalaron como novedades capitales. [...] Esta evolución convergente nos enfrenta con los límites de nuestro poder de manipulación: nos devuelve un lugar de actividad en el seno de la naturaleza.”

Es afortunado y cierto que tales conceptos echan luz sobre los tormentosos problemas inherentes a nuestro rol “demoníaco” en la naturaleza y presentan una alegre visión del tema. Es realmente sensato este análisis y no merece ser injustamente mal interpretado.

Por mi parte, considero desmedido el optimismo de aquellos que proponen al nuevo edificio conceptual como lo que libera a nuestro espíritu de la rigidez de las matrices clásicas; libertad que nuevamente se ve coartada al enfrentarnos con un mundo más permisivo, variado y variante, pero tan alejado de nosotros como cualquier otro que se nos haya presentado. A su manera, pero aún alejado.

No quiero que se entienda con esto la imposibilidad de ver en la nueva física más que un retorno al comienzo, ni nada por el estilo. Muy por el contrario, podemos reconocer en ella uno de los pasos más grandes hacia el fin de nuestra empresa kepleriana. Lo que sí creo es que no debemos equivocarnos con lo que los nuevos y reconocibles atributos vivos de la nueva visión del mundo natural nos muestran. Probablemente, no se nos estará permitido nunca emprender nuestra misión concientizados de que debemos pretender de nuestro entorno simplemente el reconocimiento de aquello que es inherente a él. Entonces, no buscaríamos fuera lo que nos conforma y define. Y debemos a esta separación nuestra existencia como individuos, a la que a su vez, debemos nuestra foraneidad.

La más notable aproximación del mundo físico y lo humano viene de la mano de aquello que, curiosamente, se ubica en lo más remoto e inalcanzable por nuestro espíritu. La exclusión de nuestra imagen del cuadro como un precio a pagar por una visión humanizada de éste. Como si la condena a nuestro desarraigo del mundo, de nuestro entorno, fuese perpetua. Nuestra conciencia prisionera en un mundo al que no parece pertenecer, al que quizá no pertenece.

El Hombre debe a su aislamiento su condición de ser, entendido como ser científico. Al igual que existe la necesidad de individualizarlo como organismo para concebirlo vivo, el Hombre debe a su aislamiento su condición de ser. Será, entonces, eterno nuestro desarraigo; pero, a la vez, garantizada la fecundidad de nuestro espíritu científico.

 

Dos sentencias: del Hombre en el entorno, del Hombre en el tiempo

En el marco de lo planteado anteriormente, hemos concluido en lo siguiente: “el Hombre debe a su aislamiento su condición de ser”. Esta sentencia reposa en el hecho de haber reconocido el desarraigo del Hombre frente a su entorno como razón y consecuencia de su empresa kepleriana.

El Hombre se descubre aislado del mundo y es el hecho de reconocer este aislamiento el motor de su empresa, y a su vez, es su reconocimiento como ser. Esta imagen de los hechos se relaciona con particular familiaridad con la necesidad de individualizar en la naturaleza - en el sentido de separar del entorno para el análisis- a aquello que definimos como vivo.

Luego, vemos que toda consideración concerniente a la separación vivo-inerte (o ser-entorno) se relaciona estrechamente con la antagonía presente en la naturaleza13 de una vía ascendente y una descendente en los procesos naturales, una propia de la esfera biológica y la otra propia de la fenomenología descripta por el aumento de la entropía.

Así, reconocer y familiarizarse con la vía descendente, con la constante degradación de lo no-vivo en la naturaleza, es acentuar la discrepancia entre nosotros y el mundo; más aún cuando la degradación del mundo se eleva al rango de ley14. El reconocer nuestra muerte, nuestra degradación al equilibrio, como condición inevitable no es, de hecho, ponernos en el marco de dicha vía descendente, debido esto a que la evolución y el desarrollo del mundo biológico son suficientes para discrepar cuanto se quiera con aquélla.

No obstante, podemos, también, reconocer un valor positivo en esta antagonía; el reconocerse como ser implica al Hombre reconocer esta escisión en el mundo natural, y el reconocimiento de esta escisión implica, a su vez, reconocer las dos vías reinantes en la naturaleza.

Luego, reconocer la vía descendente propia de la degradación al equilibrio termodinámico como una ley opuesta a nuestra realidad biológica, no es en absoluto una negación de la vida sino una afirmación del ser. Y al ser estas vías determinantes de la dirección del tiempo, no es el reconocimiento del ser en el entorno más que una reafirmación del ser en el tiempo. Así, podemos adosar una segunda sentencia: “El Hombre reafirma al tiempo al reconocerse como ser en su entorno”.

G.G.


Referencias

[1] Entrevista publicada en Gelegentliches, 1929.

[2] The evolution of physics. Albert Einstein y Leopold Infeld, 1939.

[3] Le Hasard et la Nécessité (Essai sur la Philosophie Naturelle de la Biologie Moderne),1970.

[4] Alfred North Whitehead, The Function of Reason, 1966.

[5] De una disertación extraída de La Gaya Ciencia (Die fröliche Wissenschaft), 1882.

[6] Le Hasard et la Nécessité (Essai sur la Philosophie Naturelle de la Biologie Moderne),1970.

[7] Edmund Husserl, Crisis de las ciencias europeas, ed. 1984.

[8] Erwin Schrödinger, Mente y materia, ed. 1985.

[9] Fragmento extraído de La Nueva Alianza, Ilya Prigogine e Isabelle Stengers, 1985.

[10] Ilya Prigogine, Tan sólo una ilusión, 1983.

[11] Prigogine cita previamente una frase de Valéry, “Durée est construction, vie est construction”.

[12] “Opiniones de un renacentista contemporaneo”, entrevista realizada a Illya Prigogine, 1988.

[13] Alfred North Whitehead, ibid, 1966.

[14] A saber: La segunda ley de la Termodinámica.

 

© Gastón E. Giribet 2002
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

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